En medio del dolor, la indignación y la impotencia gran parte de la opinión pública del país sigue sin salir del asombro ante la terrible tragedia vial ocurrida en la Cuesta de los Terneros, San Rafael, Mendoza, en la que fallecieron 15 personas, en su mayoría menores de entre 8 y 17 años, alumnos de una escuela de danza de Grand Bourg, provincia de Buenos Aires. El informe que se conoció en las últimas horas de la Comisión Nacional de Regulación de Transporte (CNRT) arrojó más perplejidad al caso: así se sabe que el colectivo en el que viajaban los pasajeros no estaba oficialmente habilitado; había sido dado de baja el 12 de diciembre de 2016 y que partió “desde un punto desconocido y tomó rutas alternativas para evadir los controles”. Incluso más; el Ministerio de Transporte aseguró que se encontró documentación adulterada en el colectivo tras el siniestro, y que en “parte era apócrifa” y que los responsables de la unidad “portaban una habilitación, un listado de pasajeros truchos” y que habían burlado todos los controles. Los sobrevivientes del accidente han contado que el vehículo viajaba a alta velocidad por ese camino de montaña, de curvas y contracurvas -la ruta nacional 144- y según los primeros peritajes, el vuelco que sufrió fue consecuencia de la imprudencia del chofer -habría perdido el control en una pendiente pronunciada e impactó contra una roca-, que también murió en el accidente.
Habría que colegir inicialmente que esta tragedia ha sido producto de una grave cadena de irresponsabilidades institucionales y profesionales de parte de las autoridades competentes y de agentes del servicio público, toda vez que parece increíble que un ómnibus dedicado al transporte turístico pueda transitar por distintas rutas y caminos en esas condiciones: los conductores habrían logrado superar un control vial de la Gendarmería Nacional presentando documentación falsa que llevaban consigo.
La CNRT informó que realizan unas 65 multas por día a colectivos que circulan por distintas rutas del país, muchas de ellas, por caso, vinculadas a que esos transportes no brindan el servicio que tienen oficialmente autorizados, o porque los choferes no respetan el descanso reglamentario, por la antigüedad de los rodados o cuando se identifica una falla mecánica en el tacógrafo o las luces; pero también los expertos recuerdan que los controles son insuficientes, que faltan revisiones en las rutas y, en la mayoría de las veces, coordinación entre las distintas jurisdicciones en la organización de las actuaciones.
Pero esta tragedia trae a la memoria datos que muestran a Tucumán como una de las provincias con mayor cantidad de accidentes: 341 fallecidos en las rutas en 2016. Y la memoria nos recuerda casos como el del accidente del ómnibus con trabajadores golondrinas tucumanos en la Cuesta del Totoral (Catamarca) hace dos semanas; el del colectivo de estudiantes tucumanos en Santiago del Estero en 2015; y el peor de todos, también en la Cuesta del Totoral, en 2002, en el que perdieron la vida 47 personas, la mayoría de ellos, jubilados de Concepción que habían viajado a cumplir sus promesas a Virgen del Valle. El ómnibus que los trasladaba de regreso se quedó sin frenos y se desbarrancó. Semejantes estadísticas y dramas que dejaron imborrables secuelas deberían ser motivo más que suficiente para encarar un urgente plan general de seguridad y educación vial, que se convierta en una política de Estado.